martes, 16 de febrero de 2010

AHMED Y LA NADA

Un cuento sobre el Sáhara y la Victoria que vendrá

Voy a alejarme del blog durante algún tiempo compañer@s, cuestiones personales reclaman todos mis esfuerzos. Os dejo como regalo en forma de "Hasta luego" mi segundo relato. Ya sabéis que me considero ante todo poeta, pero este texto en prosa me ha salido de lo más profundo del alma, espero que os guste. Un abrazo a tod@s, aquí tenéis el cuento, soñemos un poco con la Victoria que vendrá:

Ahmed vivía entre las arenas, en un lugar -inhóspito y gris- donde no existía siquiera un pedacito diminuto de cielo abierto sobre el que acunar las esperanzas de vivir un futuro medianamente decente. Sus ojos estaban tan cansados de otear siempre el mismo horizonte, que solían inventarse hermosos oasis de componentes mágicos, habitados por animales raros que portaban flores de todos los colores en el lomo, con cielos abarrotados de nubes blancas que dibujaban sobre el azul raso del firmamento imágenes imposibles: dos figuras tomadas de la mano, un camello de tres jorobas y hasta un payaso haciendo malabarismos entre el sol y la luna. Soñaba con sitios y lugares de mucho verde, abundantes en palmeras, con arboles viejos de copa ancha y frondosos arbustos de planta baja, con todos los suelos forrados con una tupida alfombra de hierba húmeda cuyo olor casi que podía sentir a pesar de que no existiera más que en sus pensamientos, a pesar de que el niño Ahmed no había tenido jamás el placer de percibir el frescor del tacto de la hierba a la mañana, cuando empapada de rocío, albergaba en su interior el reflejo de los primeros rayos de sol de cada día. Era lo maravilloso de la imaginación, de su mano, todo parecía ser posible.

El lugar donde Ahmed vivía con su familia y su pueblo, estaba situado en los bordes de la Nada. Los que habitaban cómodamente en el Todo, acostumbraban a llamarlos “hijos de las nubes y el viento”. Su casa, como todas las de allá, no tenía puertas ni ventanas, siempre se encontraba abierta al Universo. Hecha de tela, correajes y postes de madera, recibía el nombre de jaima. En su interior, familia, vecinos y amigos engullían las horas muertas charlando y tomando tés: el primero, amargo como la vida; el segundo, dulce como el amor; y el tercero, suave como la muerte…
Mientras tanto, su abuelo materno, que se llamaba Hussein, pasaba la mayor parte de su tiempo fumando y jugando con otros ancianos del lugar a un juego al que se jugaba con palitos y piedrecitas del desierto. Al pequeño Ahmed le encantaba mirarlos mientras se entretenían, pasaba horas en silencio, observándolos, tratando de entender el mecanismo del juego que requería tanta concentración en sus mayores. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba captar la esencia del mismo, quizás fuera demasiado pequeño todavía para comprenderlo, o al menos, eso era lo que le decía su abuelo. Hussein era un gran orador, y al caer la noche, después de rezar, solía sentarse a contemplar con él la luna y las estrellas. Mientras lo hacían, el anciano le contaba viejas historias de caravanas y guerreros a camellos, le hablaba durante largo rato de las hermosas tierras de la que procedían, y de cómo, un día no tan lejano en el tiempo, un malvado rey de alma oscura, por medio de una temible cohorte de mercenarios, se las había robado despiadadamente, condenandolos desde entonces a sufrir la impúdica dictadura del desierto. Le advertía de lo terrible que era la guerra, de lo triste que era para él no saber donde se encontraban sus dos hermanos, Mohamed y Bachir, recluidos ambos en un agujero negro por declarar, estando tras los muros del otro lado del mundo, ser simple y llanamente lo que eran: “hijos de las nubes y el viento”. ¿Solo por eso? Preguntaba Ahmed angustiado, solo por eso, solo por eso hijo mío… contestaba su abuelo con los ojos vidriosos.

A su otro abuelo, el papa de su papa, no lo conocía. Al parecer, mucho antes de la fecha en que Ahmed vio por vez primera la luz del ardiente sol que coronaba los bordes de la nada, Brahim, así se llamaba su abuelo paterno, había quedado atrapado con su abuela al otro lado del mundo, allí donde el mar y los peces, en ese lugar del que procedían todos los habitantes de su pueblo, y al que todos anhelaban con ansias regresar.
La vida en los bordes de la nada no era muy divertida. Había poco que hacer. Ahmed asistía todos los días, exceptuando el último de la semana, al colegio. No era mal estudiante, y además, le gustaba mucho acudir a clase ya que le hacía sentir que tenía algo que hacer, algo en lo que ocupar su tiempo. Las tardes en aquel maldito lugar se hacían muy largas, sus amigos las dedicaban a jugar al fútbol con pelotas hechas de trapo, pero él, prefería construir camiones con envases vacíos, latas y cuerdas. Había decidido que de mayor quería ser mecánico, a pesar de que por allí no hubiera muchos coches y de que los que había, estuvieran viejos y destartalados.

Su padre, como la mayoría de los hombres en edad de combatir, andaba enrolado en el ejército. Ahmed lo veía muy poquito, solo tres o cuatro veces al año cuando éste venía a visitarlos tras conseguir algún permiso especial. Una de esas visitas coincidió con su décimo tercer cumpleaños. Ese día su papa le pidió que saliera a caminar junto a él. Estuvieron horas andando por los bordes de la nada. Su padre le contó en que consistía su trabajo, el porque de la existencia del ejercito, lo importante que era para la gente que vivía en la nada seguir reclamando su parte del todo, porque les pertenecía, porque era suya, porque era justo, obligatorio y necesario unir a las familias que la guerra y los muros habían separado. Cuando llevaban más de dos horas caminando, Ahmed empezó a sentir una sed terrible, y entonces, recordó una de las leyendas que le había contado su abuelo y prefirió no decir nada:

…en aquellos tiempos, ya lejanos en nuestras memorias, en que las caravanas iban cruzando el desierto en busca de pastos, agua y mercancías, una madre se acercó a su hijo, al que acababan de cortarle la cresta de pelo que llevaba como niño, porque había cumplido trece años y de hecho, ya se consideraba un hombre preparado para las más largas y duras travesías del desierto. Cuando preparaba su montura aquel hombrecito, su madre que sabía por propia experiencia la conducta del desierto, le tomó la mano y le dijo:

- Hijo, me alegro de que ya seas un hombre como tu hermano, pero antes de partir en esta caravana debes tener en cuenta lo que te voy a decir:

-Ya que estas decidido a ir con los hombres, te diré que si sientes cansancio no lo digas, si sientes sed o hambre no lo digas, pero hijo, si una piedrecita del camino se cuela en tus zapatos, puedes decirles que te esperen para quitártela.


Después de la caminata, el niño Ahmed se sentía un hombre, la charla que le había dado su padre fue para él como si le hubieran cortado al fin la coleta. En su pequeño corazoncito se mezclaban la alegría de sentirse adulto con la rabia y el dolor de la tragedia y la injusticia a la que su pueblo estaba siendo sometido. Por fin, comprendía el porqué de la existencia de ese halo de tristeza que ardía vorazmente en el brillar apagado de la mirada de su gente. Al llegar a la Jaima y ver a su madre, se le escapó una lágrima que rodó veloz y pesada por su morena mejilla. Corrió a abrazarla, la abrazó como nunca antes lo había hecho. Su papa le había contado que el día en que fueron obligados a empezar a caminar hacia la nada, su mama, había perdido a sus tres hermanas y a su madre.
Un día cualquiera, un día de esos en los que no pasa nada, y que por desgracia, eran tan habituales en los bordes de la nada, Ahmed sintió la necesidad de alejarse de las Jaimas. Recordó la charla, por entonces ya lejana, que el día de su décimo tercer cumpleaños había tenido con su padre, y se dirigió caminando hacia la única duna de arena que existía por los alrededores. Estaba como a unos cuarenta minutos de paseo. Tras escalarla con facilidad se sentó en la cumbre. La vista fue la de siempre: un territorio estéril, pedregoso y hostil se extendía desafiante ante sus ojos. Pero de repente, vio algo resplandeciendo a los pies de la duna. Se froto los ojos con las manos, sí, era real, no era fruto de su indomable imaginación. Entonces se levantó, bajó corriendo la montaña de arena y conforme se iba acercando al sitio donde estaba aquella cosa extraña, iba notando como el latir de su corazón se intensificaba tanto que parecía que le fuese a estallar el pecho. Al llegar abajo se detuvo. Entre sus pies descalzos había una hermosa flor de un color rojo intenso. Era bellísima, lo más bonito que habían visto sus jóvenes ojos negros. Sabía que eran las flores porque se lo habían enseñado en el cole, pero nunca había visto una. Se agacho, la acarició suavemente, tenía un tacto delicado, agradable. Pasó toda la tarde junto a aquella flor del color de la vida, pues no podía dejar de mirarla. Al día siguiente, a la hora de la comida, guardó un poco de agua en un pequeño recipiente de plástico. Eran apenas unas gotitas, pues el agua era un bien escasísimo en los bordes de la nada, pero que serían suficientes para ir regando su flor a diario. Y desde entonces, todas las tardes se alejaba del campamento y se dirigía dos kilómetros al sur para encontrarse con la flor, su flor, el regalo divino que milagrosamente el desierto le había otorgado. La regaba todos los días y se pasaba la tarde entera observándola y hablándole. Le contaba lo que había hecho ese día en el cole, lo mucho que echaba de menos a su papa, las risas que se habían echado él y su madre la noche anterior jugando con su hermano pequeño, todas las historias que el abuelo Hussein le contaba, y mil y una cosas más que se le iban ocurriendo por el camino. Y así fueron pasando las lunas, brillantes y hermosas, redondas, y una a una, se las fue tragando el horizonte. Ahmed se sentía feliz, había encontrado un sentido a su vida: cuidar y amar la única flor que quedaba en los bordes de la Nada.
Desde su mágico descubrimiento los días se presentaban más luminosos que de costumbre, o al menos a él se lo parecían. Pero un día, al alcanzar la cima de la duna, se le nubló la vista. Al instante, se dio cuenta de que algo no iba bien, se detuvo conmocionado, desde allí, en lo alto, no veía brillar a su rojísima compañera floral. Desesperado, descendió velozmente y descubrió que, efectivamente, la flor ya no estaba donde había estado siempre desde el día que la divisó por primera vez. Solo había tierra y piedras, ese maldito paisaje que emborronaba sus pupilas. ¿Dónde estaba su flor? Quizás otro niño la había descubierto y arrancado para enseñársela a sus amigos, quizás el viento se la había llevado como si fuera una cometa, la cometa más hermosa que jamás hubiera surcado el firmamento; o quizás, simplemente, la tormenta de arena de la noche anterior la había sepultado bajo la arenisca rojiza que lo cubría todo. Estuvo escarbando sin parar toda la tarde, pero a pesar del empeño que puso en la tarea, la flor no apareció. De repente, observó como el cielo se ponía gris parduzco, las nubes blancas se tornaron negras y empezó a llover a cántaros. Ahmed rompió a llorar, estaba abatido, sintió como en su interior una sombra de tristeza se iba apoderando súbitamente de su alma. Deshecho, se tumbó bocarriba, y el agua que corría por su rostro se mezcló amargamente con las lágrimas de dolor intenso que brotaban de sus pequeños ojos fijos.
El tiempo desde aquel nefasto día siguió pasando, y pesando, lento, muy despacio, como si no le importara lo más mínimo el desasosiego y la pena que sentían los habitantes de aquel terrible lugar situado en los bordes de la nada. Ahmed acabó trabajando en el ejército como mecánico militar, y su vida, fue transcurriendo entre angustias y deseos de volver a una tierra que nunca había visto pero que sentía como propia: la tierra de sus padres, la de sus abuelos y bisabuelos, la de su pueblo. Tras años y años que parecieron siglos, la lucha de su gente, el apoyo de las personas justas que aun quedaban en algunas partes del todo y la vergüenza hecha mentira de un rey usurpador, obraron el milagro. Ahmed era por entonces un viejecito, vivía solo, su mujer había fallecido un año antes y sus dos hijos vivían muy lejos, en alguna parte del Todo.
El día de la vuelta a casa amaneció coronado por un sol radiante que parecía querer sumarse a la inmensa alegría de un pueblo que recobraba al fin su libertad. Durante el largo trayecto, Ahmed fue recordando los momentos más importantes de su vida. Al llegar, vieron los restos de los viejos muros derribados, hasta siete habían llegado a existir. Los hermanos y hermanas que los esperaban, portaban banderas verdes de esperanza, blancas de pureza y negras de luto por los que se habían quedado en el camino. Los abrazos y las lágrimas empezaron a regar a borbotones aquel suelo tan deseado, aquel instante soñado tantas veces, era ya pura realidad: familias enteras se reunían tras años de dolor y olvido. La justicia, esta vez sí, había salido victoriosa en su batalla frente a la crueldad asesina de los usurpadores.
Ahmed se adentró en aquella tierra de la que tantas veces le habían hablado sus mayores, pudo ver jardines, casas bajas de colores, pisos, coches tocando el claxon, tiendas donde se vendía todo tipo de cachivaches y a lo lejos… el mar. Caminando entre el júbilo irrefrenable de la gente se dirigió hacia la playa disfrutando de la alegría sumarísima que anegaba las calles, las plazas y todas y cada una de las esquinas. Al llegar, la brisa marina meció sus blancos cabellos, cuantas veces le había hablado su abuelo de aquel olor, de aquella sensación de libertad que estaba sintiendo in situ en aquel momento. Se acercó a la orilla, se descalzó y metió sus pies en el agua. El sol disparó sus rayos de vida contra la frente agrietada del anciano Ahmed, su corazón latía con fuerza, y al darse la vuelta, vio en la arena blanca de la playa un puntito rojo. No podía creerlo. Una flor exactamente igual de bella que aquella que había cuidado con esmero durante algunos años de su vida en los bordes de la nada parecía estar mirándolo con descaro. Se acercó lentamente, se sentó a su lado y se puso a llorar. Tras secar su llanto, la acaricio y recordó instantaneamente aquel tacto suave y agradable como el de aquella vez primera. Después, no sé cuantas horas fueron las que Ahmed pasó contándole a aquella flor el tortuoso y duro camino que había recorrido hasta llegar a aquel hermoso pedacito de costa. Y es que tenía tanto que contar... aquellos durísimos meses en los que no llegaba comida a los bordes de la nada, las tremendas inundaciones que asolaron la nada durante varios inviernos consecutivos, o aquel interminable verano en el que el agua escaseó tanto que no sabían si iban a lograr sobrevivir un día más. Y como olvidar el llanto roto de su gente ante las terribles noticias que llegaban del otro lado del muro y que contaban como familiares y amigos estaban siendo perseguidos, detenidos y hasta desaparecidos; o el tenaz y doloroso recuerdo que tenía del día en que su hermana pequeña falleció prematuramente, y como su madre no había podido soportarlo; tenía que hablarle también de lo muchísimo que sufrió cuando en los contornos del último de los siete muros su padre falleció mientras andaba desflorando minas asesinas; y sobre todo y ante todo, tenía que explicarle detenidamente como poco a poco los jóvenes fueron levantando la voz, como su causa fue creciendo y creciendo hasta hacer doblar las rodillas a su poderoso enemigo. Le relató, por supuesto, algunas de las viejas historias que le contaba su añorado abuelo Hussein; le habló con orgullo de sus dos hijos, y le susurró entre lágrimas y sonrisas lo feliz que estaba por la Victoria de su gente y a la vez, el dolor que sentía porque ni sus hermanos, ni sus abuelos ni sus padres habían logrado sobrevivir para poder verlo. Le recitó un poema del gran poeta Ebnu:

Vamos contando estrellas
al borde de la madrugada
y una vez más
-como casi siempre-
tu nombre aletea
sobre la inmensidad de los senderos
y se detiene en cada
pedazo de nuestra idea
y nos regala el aliento
de una tarde ya lejana.

Un hombre vuelve los ojos
hacia el fusil que duerme
y extiende sus manos
para tocarte
entre las amarillentas
hojas de la memoria
mientras vas coleccionando
las huellas de aquellos
a los que se les hizo muy tarde
para tomar el té
de la próxima mañana.

Acaricias al niño
y la inocencia sonríe
en sus ojos de arena.

Entonces un anciano murmura
¡Quizá mañana!

Más allá
allende la muralla
una mujer se asoma
a una ventana
tarareándole a tu cielo
la letra de una canción temprana
y cruzando la calle fría
alguien en nombre de dios
promete devolverte la luna
y tú te estremeces
con cada latido solitario
de una multitud que espera.

La eterna lágrima
enjuaga el rostro
que en la sombra llora.

Entonces un joven
A la noche susurra
¡Quizá mañana!

El viento de palomas
emprende el vuelo
la duna se abraza
a la ausencia del suelo
y desde el corazón
de cada puerta
una voz
de hombres y tumbas
se remonta al cielo

¡Quizá mañana!

Esa mañana ya había llegado y su pueblo rebosaba de orgullo. Para terminar, decidió cantarle uno a uno los nombres de todos los mártires de la causa que recordaba. Permaneció un rato en silencio junto a la flor, ya no tenía nada más que contarle. Seguía escuchando de fondo el estruendoroso sonido de las explosiones de los cohetes de la alegría, y en los balcones de los pisos situados frente a la costa, veía ondear altivas las banderas de la Victoria. Todo olía y sabía a felicidad. Entonces, notó como una mano se posaba en su hombro, se volvió y levantó la vista:

-¿Esta usted bien? Le dijo un hombre de mediana edad sonriendo.
-Si, respondió Ahmed.
-¿Tiene usted casa? Ahmed respondió con una mirada silenciosa…
-Claro que sí, dijo el hombre esbozando una amplia sonrisa, venga a mi casa, que desde hoy es también la suya, y tomemos un té.

Le ayudó a levantarse y ambos se perdieron por las calles de aquella ciudad que al fin contemplaba orgullosa la vuelta a casa de todos sus hijos.

Juan Antonio González Molina

Dedicado a mi padre y a la lucha del Pueblo Saharaui por su Libertad

12 comentarios:

  1. Simplemente precioso. Me has dejado con los sentimientos a flor de piel.

    Espero que todas tus cuestiones personales se resuelvan de la mejor manera y vuelvas con ganas.

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. !Qué bello texto! Ojalá que las cosas que te retienen un poco lejos del blog, se compongan pronto. Te dejo un fuerte abrazo! Ezequiel

    ResponderEliminar
  4. increible texto, increible lo que dices, increible las fotos, increible que vayas a estar ausente.

    Un besito enorme (para que te llegue)

    ResponderEliminar
  5. Nuevamente me deslumbrás con tu relato Juan... Es increible que digas que es el segundo que escribís, evidentemente tenés una facilidad tremenda. Llevás la trama maravillosamente, la descripción de los personajes, todo. Es brillante.
    Te felicito, una vez más, por esta faceta que te estás descubriendo, lo importante es que descubras lo grandiosa que es.
    Muchos cariños! Te voy a extrañar...

    ResponderEliminar
  6. pues muy buena SUERTE en lo que sea,amigo,un abrazo cumpa
    lidia-la escriba

    ResponderEliminar
  7. ¿Relato?
    Esto no puede ser un relato Juan.
    No puede ser solo una ficción.
    No puede ser solo una fábula.
    Estoy convencido de que lo que has escrito es la crónica histórica fidedigna de un futuro, ojalá, no muy lejano.
    Precioso.

    ResponderEliminar
  8. Excelente texto. Espero que soluciones tus problemas y vuelvas pronto.

    ResponderEliminar
  9. Hermoso tu relato, Juan Antonio. No sólo en la forma de hilvanar tus palabras llenas de dulzura y sensibilidad en la que pones el alma. También es bella la dedicatoria, lo dice todo.
    Y, qué decir del tema elegido... Ojalá AHMED Y LA NADA sea el reflejo de un presentimiento que aspira a convertirse en realidad con el impulso y la fuerza que dan la justicia, la verdad y la razón.

    Espero que estés donde te necesiten, ¡pero recuerda, aqui también te necesitamos!

    Un abrazo enorme. Te esperamos.

    ResponderEliminar
  10. Juan amado. Lindo se texto, como tudo que você faz. Volte logo, mesmo.

    Beso con ternura

    Jacque

    ResponderEliminar
  11. Aquí te esperamos Juan Antonio. Es hermoso tu texto.

    ResponderEliminar
  12. Juan querido. Queria te convidar a assistir meu vídeo novo, no Blog "Sentimentos".

    Beijo

    ResponderEliminar

NANAS DE LA CEBOLLA

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.